Como te puedes imaginar, tengo miles de fotos de mis hijos (probablemente tú también). Fotos más o menos buenas, más o menos relevantes, pero siempre con el mismo trasfondo: la necesidad de guardarles tal y como son en este momento, no solo por el amor que les tengo, sino también por el miedo a no recordar. Me asusta el olvidar sus cuerpos que ahora cojo en volandas, olvidar su mano en la mía, su mirada de infancia, aún casi sin tocar.

Y aun así, hay momentos en los que me es imposible coger la cámara. Momentos en los que sé que si me muevo, desaparece la complicidad, la magia. Momentos frágiles en los que la felicidad se muestra en el mayor de sus esplendores, de esa que te desborda, literalmente, el corazón. Nunca entendí como se sentía eso hasta que les tuve a ellos. En esos instantes, lo único que puedo hacer es estar plenamente presente y empaparme de la sensación física que siento: una calidez que me inunda el cuerpo, la mente y el alma.

Y así, por más que lo sienta, es como he aprendido a hacer las paces con las vivencias que nunca llegaré a guardar en forma de fotografía. Sé que con el tiempo las olvidaré, pero recordaré la sensación, y tendré la certeza, de que hubo muchos momentos, que me llevaron a vivir la felicidad más plena.

Arriba, una foto mi pequeño y yo, dándonos la mano.

Me encantaría saber si tú también lo sientes así. Ya sabes, estoy justo al otro lado de esta carta.

Un abrazo, amiga.